sábado, 14 de enero de 2012

ANDREU GELAT


  Conocí a Mestre Andreu en circunstancias poco deleitosas. Ambos compartimos una habitación del Hospital General, en verano de 1999. Cada uno operado de una cosa y separados sólo por una tenue cortinita. 

Con el paso del tiempo la memoria, que es sabiamente selectiva, ha borrado del disco duro las cosas desagradables: el gusto de las medicinas, los pinchazos o el difuso colocón de la anestesia. Pero en cambio, el recuerdo de mi compañero de cuarto se ha ido agrandando con la distancia, hasta adquirir las dimensiones de un verdadero símbolo. Como si representara una Mallorca que desaparece poco a poco.
 
  Mi primer pensamiento fue que me habían colocado al lado de San Pedro. Vi un hombre muy robusto, con unos brazos largos que terminaban en manos fuertes y nudosas. Como si fuera un árbol transformado en persona. Tenía el pelo blanco y las facciones esculpidas por el sol. Un hombre de campo. Hablaba con acento cerrado de Llubí y yo debía de contemplarlo con cierto asombro, porque a veces me decía sonriendo: “Sé cert que no m’entens”.  Es cierto que muchas palabras se me escapaban, pero su mensaje, su visión del mundo, era perfectamente inteligible. Universal.

“ES TORDS VOLAVEN BAIXOS”. 

Aquellas tardes de verano, esperando a que cayera el sol, hablábamos de cama a cama. Mestre Andreu me contaba cosas de su infancia y juventud. “Es tords volaven baixos...” decía entornando los ojos y levantando una mano. Hambre, miedo, falta de todo, muchas horas de trabajo. En realidad, desde entonces, no había hecho otra cosa más que trabajar. Para dar una formación a sus hijos, levantar la casa, para comprar un tractor, luego para  dedicarse a la cría de porcino cuando la famosa alcaparra dejó de ser rentable...

  Pero no se quejaba. Como tampoco decía una sola palabra de más cuando llegaba la hora de las vías intravenosas o las pruebas escalofriantes. A veces, daba saltos de dolor en la cama. Pero cuando venía la enfermera le decía discretamente: “Meam, ho hauria de mirar perque em fa un poquet de mal”. Le horrorizaban las endoscopias. El día anterior, se pasaba la mañana callado y mirando el techo. Y si le preguntaba, se limitaba a decir: “Duc una capa de dól per mor des tubo aquest”.

  Me lo imaginaba en su finca, con un sombrero de paja, cuidando a las cerdas parideras o paseando por entre los almendros. Cuando hablaba de las cosas cotidianas, incluso de los animales, manifestaba una especie de silencioso respeto. Te hacía sentir que todo estaba en su sitio. No quería ni oír hablar de vender sus propiedades. Valoraba el dinero como lo hace quien ha pasado muchas estrecheces, pero lo traducía en necesidades concretas – un piso para sus hijos, un seguro, un coche nuevo – no en un valor meramente acumulativo. “Hi ha coses més importants que es doblers”.

AIXÒ ÉS MEL" 

  Me gustaba sobre todo verlo comer. Le traían los típicos platos de hospital y él  levantaba la tapa. Hincaba el tenedor, degustaba lentamente y luego me decía con un guiño: “Això és mel”. Nunca dejaba nada.

Al final, me dieron el alta dos días antes que a él. En la medida que ello es posible, lo lamenté. Me regaló un montón de fruta, sobre todo unos melones que olían a gloria. Y cada uno se reincorporó a su vida de antes. Fueron los melones más sabrosos que nunca he probado. Porque me parecía que estaba comiendo un pedazo de aquel mundo enraizado, telúrico, real de verdad. Y me decía a mí mismo: “Això és mel”.

Pasaron dos años, y cuando quise ir a visitarle a Llubí me enteré que había muerto, meses después de aquela estancia en el hospital. Y sentí una emoción extraña, próxima y profunda. Que no sabría explicar. Desde entonces, cada vez que me encuentro con alguien de Llubí le pregunto por él, si lo conoció, si supo algo de su vida.

Compartimos algo más que unos días de hospital. Mestre Andreu me hizo reflexionar sobre unos valores cada día más lejanos. El representaba la figura tradicional del patriarca, el hombre que lo aprendió todo desde cero, acostumbrado a luchar contra la adversidad, que sacaba de la tierra una fuerza moral tan palpable como el tronco de un olivo.

Me recordó esos valores que más que etnológicos resultan etnosóficos. Porque tienen que ver con la conexión entre el presente y el pasado. Sirven para explicar la vida. Y nos dan un papel en ella.

 Pase lo que pase, es un error el olvidar la dimensión humana del hombre que trabaja la tierra. Una relación que va mucho más allá de la etnología o el folklore. Y que permanece viva en los hombres y mujeres que han vivido el cambio de un tiempo a otro, como Andreu Gelat. Su voz es el mejor testimonio y habría que evitar a todo trance que pueda perderse.

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