viernes, 22 de abril de 2011

CASA ANTIGUA





CASA ANTIGUA



Los olores siempre están próximos a los recuerdos. A veces de forma muy inmediata, directa. Pero otras a través de semi-aromas, de tules imprecisos que sólo después de un rato te perfilan la evocación a la que pertenecen.

Una de esas categorías es la de la casa vieja. Cuando entras en una mansión cerrada, antigua, te invaden al instante tantos estímulos que cuesta reconocerlos. Imagino uno de esos pisos enormes y señoriales, con techos altísimos de vigamen, puertas enormes, pasillos llenos de sombras, cortinas, aparadores con cerámicas y objetos valiosos, cuadros...

El olor a casa antigua conserva algo de alacena, de almacén. Un ramillete de aromas cálidos aunque secos, ya pasados. Se mezclan con los perfumes más solemnes de tejidos y muebles, algunos con el puntito áspero del carcomín. Esos son olores de escenario, como de teatro histórico. Pero a ellos se suman las aportaciones de los habitantes, que parecen contagiarse. Manteca un poco rancia, café apagado, dormitorio sin ventilar, grasa de cocina, humo de chimenea vieja.

Con todas esas aportaciones, la casa antigua adquiere una profundidad perceptiva digna de una buena novela. Te arropa por un lado, porque te envuelve con las ensoñaciones de historias y más historias. Pero por otro, establece un muro de separación. Te está pasando por la cara su antigüedad y su abolengo, recordándote que nunca podrás estar a su altura.

Y si algún día cometes la equivocación de irte a vivir a uno de esos pisos suntuosos, odoríficos, profundos, te sentirás siempre un externo, un invitado. Nunca podrás cruzar la barrera de clase que te pone nada más entrar en él.

Eso sí, cada vez que abras la puerta, sentirás la fascinante borrachera de sentidos que produce por ejemplo un viejo arcón, muchos años cerrado, cuando lo destapas con unción. Y parecen resucitar los perfumes y aromas de toda la gente que vivió antes de ti.

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