domingo, 16 de enero de 2011

BALONES PERDIDOS


En la infancia pasas por dos dramas cotidianos. Experiencias compartidas por millones de niños, que recordarán aquel trauma toda su vida. El primero es perder un globo. Qué cosa más simbólica y terrible. Cuando aquel balón de color vivo, rozagante y terso, de repente se escapa de entre tus dedos. Intentas agarrar su rabo inútilmente. Y ves como el mismo globo que hace unos segundos llevabas en la mano comienza a ascender, pasa por las hojas de los árboles, por las ventanas de los edificios, hasta perderse en la inmensidad del cielo.

Todos los niños se han preguntado alguna vez qué pasa con el globo perdido. ¿Sigue volando sin parar hasta llegar al espacio exterior? ¿Llega un momento en que desfallece, se arruga, y comienza a caer hasta llegar al suelo? Inerme, muerto, perdido. Lejos de su dueño que lo buscará en vano.

El segundo drama es la pelota perdida. ¿Quién no ha jugado de pequeño y de repente, pom, le das al balón y este llega a un lugar inverosímil? Se queda entre las ramas de un árbol altísimo, pasa la cerca de un convento. Se clava en una reja, queda en el alféizar de una ventana inaccesible.

Cuando la pelota desaparece, su ausencia resulta más llevadera. Pero en ciertas ocasiones el destino parece complacerse en la burla, y el esférico queda bien a la vista. Exhibido de forma que cada día pasas por delante y lo ves allá, fuera de tu alcance, mientras se llena de polvo y cagadas de paloma. Hasta deshincharse lentamente, ensimismado en su propia decadencia.

Existe una metáfora profunda en esas pérdidas. Porque en cierto modo representan la propia infancia que, un día u otro, sale volando hacia las nubes oscuras de lo adulto. O se queda enganchada en lo alto de un muro. Podrás evocarla, incluso contemplarla de lejos. Pero la habrás perdido para siempre.

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